Aunque el olvido (que todo destruye) haya matado mi vieja ilusión, guardo escondida una esperanza humilde… Es que vengo de una semanita muuuuy a media máquina, con piratería de libros, destrucción de tecnología y apología del uso de sustancias de uso restringido pero fundamentalmente con ganas de parar un poco la pelota. Para cerrar la primera mitad del año dignamente, hoy es mi primer día oficial de vacaciones (aplausos por favor, pequeños disturbios y pronta reacción policial).
Y ahí está mi esperanza humilde: no hacer nada. O mejor aún: no responder a ninguna obligación cotidiana, social ni laboral sino dejarme llevar por lo que vaya surgiendo. Una semanita nada más, no es tanto lo que me corresponde pero me tiene que alcanzar.
Cuando era chica, a veces con mis viejos nos íbamos a Colonia por el fin de semana. Un plan espontáneo, no muy lleno de pompa ni glamour pero suficiente para pasarse el "shampoo al revés" y lavarse la cabeza por dentro. Pocas veces se prendía mi hermano, el dulce la jugaba de playboy, deliraba con una reputación que cuidar y no podía subirse a un ferry que jamás abordaría Britney Spears ni tuviera cancha de tenis en la cubierta. Pero en el fondo es como uno de esos perros de campo que comen cualquier cosa que encuentran por ahí y no les cae mal.
Bueno, esas pocas veces que Marchi venía con nosotros el viaje era otra cosa. El loco es de esos calladitos que se les nota lo que están pensando, y para colmo siempre están pensando alguna salvajada. Cuando achina un poco sus ojos y finge no sonreir, ya se sabe que se está riendo de alguien en su cara.
Dejemos a Marchi de lado por un minuto porque la historia de hoy es otra y tiene que ver con las nostalgias del Buenos Aires pasado, con la belleza atemporal de una ciudad más fuerte que todas las crisis, todos los oficialismos y todas las epidemias de pena y olvido que la habitan. Esa ciudad porteña de mi único querer tiene miles de encantos, tantos que nadie conoce todos y los que alguna vez la vieron desde el Buquebús al anochecer deben haber imaginado que cada una de las lucecitas que se adivinaban desde la distancia eran la historia de alguien que la encendió: la esperanza del dueño de un negocio de terminar el día con alguna venta más, la enamorada preparando la mesa para su galán, las luces del taxi que llevaban al enamorado a la casa donde estaban poniendo el mantel, una luz tenue de un papá contando el último cuentito del día y otra luz bajita aturdida en un antro nocturno.
Buenos Aires brillaba de luces y se veía su silueta recortada en el cielo de la noche nublada de verano. Muchas familias habían pensado en escaparse del calor porteño y tomarse un respiro de dos días, así que el barquito venía tapado de gente. No me acuerdo si había aire acondicionado, ventiladores o un calor agobiante, pero la idea de salir a la cubierta a tomar aire estaba buena.
Mi papá, siempre con una mano en uno de mis hombros (siempre) hizo un movimiento con los dedos que me dio la orden de no avanzar. El resto de la familia frenó al lado nuestro. En la barandilla del ferry, acercándose a mi Buenos Aires querido, un señor sin compañía contemplaba hipnotizado la ciudad que se nos acercaba lentamente emborrachada por el vaivén del ancho río marrón. Alrededor de él no había nadie, como si todos los pasajeros estuviéramos respetando el pacto de no irrumpir en su intimidad con el reflejo de las luces sobre el agua. Él y Buenos Aires eran dos amantes comiéndose a besos durante un reencuentro deseado con todo el cuerpo. Los envolvía un halo místico que delataba las historias que él mantenía atrapadas en el tango que iba silbando: Volver.
Me animé a preguntar en voz bajita qué significará para ese hombre volver a su ciudad. Mi mamá con un tono indiferente me recordó que lo vimos en el viaje de ida, o sea que estuvo lejos de su casa dos días. Marchi achinó los ojos y sin contener la carcajada agregó: ¡Forrrro!
32 millones de cosas me dijeron!!!